miércoles, enero 17, 2007

Amas de casa desesperadas

Royal express

Querer conocer a alguien y querer tener sexo con alguien ¿deberían ser, necesariamente, cosas excluyentes?

Yo vengo hablando de que los hombres esto y las mujeres lo otro, y en verdad no es mi intención generar antagonismos o estereotipos. De manera un poco confusa, he estado dando vueltas entorno al tema de la crisis de la modernidad como gran detonante de la crisis de identidades que vivimos hoy. Hasta no hace mucho tiempo, los hombres y las mujeres tenían, en la sociedad, roles claramente definidos, que se pretendían complementarios (esto ya da para abrir un paréntesis, pero vamos a dejarlo ahí, porque de digresión en digresión, ya me veo torturándolos con otro post eterno). Por suerte, claro, había también hombres y mujeres, artistas, esa gente rara y loca que generalmente tenían demasiado o demasiado poco dinero, demasiados o casi ningún amante, esa gente vanguardista que sólo se hallaba a sí misma en los extremos y a contracorriente (sí, los hippies no inventaron nada), gente, en definitiva, que curtía otra onda (me aburro a mí misma si sigo mucho el tonito intelectual ☺). Pero, claro está, eran la excepción. Lo que habilitó la posmodernidad fue, entre otras cosas, la puesta en disposición de esas actitudes como si fueran un abrigo de quita y pon, de suerte que hoy cualquiera puede acceder a ellas. Hoy tenemos un abanico de roles para elegir, convenientemente banalizados y vaciados de sentido por el uso indebido e indiscriminado que de ellos hacen los medios (los medios son y serán siempre la bestia negra en este blog...menos internet, claro ☺). Y, se sabe, cuando uno tiene tanto para elegir, sobreviene la crisis de la página en blanco, y termina por no elegir nada, o lo que es lo mismo, por elegir un poco de todo (la suma de todos los colores, en la síntesis sustractiva, es justamente el blanco).

Las amas de casa de la posmodernidad ya no hornean tortas con royal, ya no almidonan las camisas del marido: tienen otras inquietudes. Las amas de casa de hoy están desesperadas, y lo más probable es que estén pensando en acostarse con el plomero sin que se entere el marido, todo esto mientras litigan con su ex por la tenencia de los chicos y planean un próximo lifting. Algo pasó con la identidad, no? No me malentiendan, no me interesa esa cosa nostálgica apocalíptica del ay qué bien que estábamos antes y qué mal que estamos ahora. No...no creo que antes estuviéramos bien. Y justamente por eso, cuando se relativizaron todos los límites que antes eran inamovibles como muros de piedra (y si los cruzabas, no había vuelta), fue como sacar el tapón a una tanque de quinientos litros. Demasiada presión acumulada. La represión y la limitación son una especie de tradición de la humanidad; ahora de pronto desaparecieron las restricciones morales; quedan sólo las del capital. O sea: podés hacer lo que quieras, siempre que tengas plata. Si no ya no podemos controlar a las masas por la religión, controlémoslas por el consumo (que es, sí, el nuevo opio de los pueblos globalizados de la posmodernidad)


Tener o no tener


Recuerdo que la primera vez que tomé conciencia de esto yo debía tener unos 8 o 9 años. Nos íbamos de convivencias (o sea, de fin de semana) a una masía (o sea, casa de campo) con los chicos del colegio (o sea, gente con la cual yo tenía una relación bastante dificultosa). El viernes a la mañana estaban todos en el patio, con sus flamantes mochilas, listos para salir. Yo aparecí con un viejo bolso de deporte (de esos ochentosos que tenían iconitos como si fueran de los juegos olímpicos o algo así), y una compañerita me preguntó enseguida porqué no había traído una mochila. En uno de los momentos más incómodos de mi vida, le contesté que no tenía (sabemos la tremenda importancia que reviste para los niños sentirse integrados a un grupo: tener o ser algo diferente equivalía más o menos a la condenación eterna, especialmente en un caso como el mío que ya presentaba harto irregularidades). ¿No tienes? – me dijo mi compañerita con su acento castizo. ¡Pues si no tienes, se compra! – concluyó, admirada de que alguien pudiera ignorar una verdad tan elemental.

Algunos años más tarde, recuerdo haber reproducido cierto comentario que escuché a mi mamá acerca de las canillas de oro que Donald Trump había instalado en no sé cuál de sus mansiones o yates, y de la frivolidad que eso implicaba considerando que en África la gente se moría de hambre (entiendan, era la época de We are the world, Live for África y todas esas movidas...en el comedor del colegio un cartel recordaba lo afortunados que éramos de poder disfrutar de unas albóndigas nauseabundas, ya que muchos niños de nuestra edad, allá en África, no tenían esa suerte. Y yo era una niña bastante impresionable). Estaba mi amiguita, la que me había increpado por mi falta de recursos unos años atrás. Inmediatamente, respondió que ella no veía nada de malo en eso. “Si yo fuera millonaria, ¡pues también me pondría la grifería de oro con diamantes y hala!”. Recibí así, gracias a la tolerancia de mi amiga para instruirme a pesar de mi escasa disposición, mis primeras lecciones sobre el capitalismo posmoderno. Menos mal, porque con la moral pequeñoburguesa que me habían enseñado en mi casa, pues estábamos apañados.

Tiempo después, y como no es fácil desprenderse de las propias raíces, he seguido comprobando, ya de manera más consciente, cómo ese idealismo y esos valores han continuado complicándome la existencia hasta el día de hoy. Y sips...hoy por hoy ser idealista y tener una escala de valores diferente y propia es ir contracorriente, pero no por romántico rebelde transgresor, no por hacer la gran Byron y escandalizar a las señoras gordas que toman el té, sino simplemente por boludo. El que no acepta la lógica capitalista es un tarado, y eso pasa también en las relaciones. Digamos que ahora, y del mismo modo que Flaubert decía “Madame Bovary, c´est moi”, yo podría decir “La señora gorda que toma el té, soy yo”. Hoy por hoy, Byron no escandalizaría a nadie por estar enamorado de su hermana y tener una amante a la que desprecia públicamente, capaz de hacer cualquier cosa por él (después de ver cualquier capítulo de Nip Tuck, hasta nos parecería poco original). Pero seguro sería tildado unánimemente de boludo por ir a pelear a una guerra en la que ni siquiera tomaba parte su país, como un modo de encontrar un sentido a su vida. ¿Qué ganó con eso? Nada, encima el muy nabo pescó una fiebre, por ir a la guerra, y palmó. Nuestra época, recordemos, tiene un solo e indecible terror: la muerte. Podemos soportar todo menos morirnos. Una injusticia, bah. ¿Para qué tenemos tanta tecnología, sino? Antes la gente tomaba la muerte como un proceso natural de la vida, donde con un poco de suerte te esperaba una vida mejor. Pero ahora, un tiempito después de que Descartes dijera su famosa frasecita, no creemos en esas patrañas (bah, ni en nada; Descartes por lo menos creía en la razón). En cierto momento (a medida que avanzaba la ciencia y el paradigma racional, casualmente), la muerte comenzó a ser conjurada como si eso fuera lo más normal del mundo.


Turistas en el shopping


Yo preguntaba, al principio, porqué querer conocer a alguien y querer tener sexo con alguien deberían ser, necesariamente, cosas excluyentes. La posmodernidad habilitó esa exclusión. Entonces uno puede pensar, qué bueno, por fin blanqueamos las cosas, se acabaron las hipocresías y las sábanas con agujerito (como en Como agua para chocolate, la vieron?). También se terminó la necesidad de conocer al otro (total para qué). Toda la lógica del capitalismo tardío está fundada en la canalización del deseo. Cualquier cosa que se interponga en el camino entre yo y mi deseo, es consecuentemente un estorbo. No una posibilidad de aprendizaje: un estorbo. Zygmunt Bauman habla del pasaje del arquetipo del peregrino de la modernidad que recorría un camino, que está comprometido con su propio devenir, al paseante que deambula sin rumbo fijo, arquetipo de la posmodernidad, no comprometido con nada (es notable la reacción de pánico que a la mayoría nos provoca la posibilidad de comprometernos, no ya con alguien, sino con la cuota de un gimnasio por doce meses...) Ya no hay caminos que recorrer: todo está al alcance en una superposición de recorridos posibles que siguen la lógica intermitente y compulsiva del shopping. Deseo y satisfacción. No sé lo que quiero, pero lo quiero ya. El único problema de la lógica capitalista, eficiente por demás, es que, por su propia naturaleza, deja afuera al amor. Y, curiosamente, inoportunamente, fastidiosamente, con toda nuestra posmodernidad y nuestra sexualidad liberada, parece que la cuestión nos sigue preocupando.

Desde la perspectiva del amor, la vida, como diría Roberto Benigni (yo tengo una tendencia a caer de tanto en tanto a un nivel de vuelo apenas rasante en mis citas, pero bué), es bella. Siempre es bella. El mundo, por su parte, es bastante horrible, qué se le va a hacer. Desde la perspectiva del amor, el sexo es una forma de conocimiento, además de una forma de placer. Se sigue entonces que el sexo se enriquece con el amor. O también, que el amor se enriquece con el sexo. Pero es un enriquecimiento puramente espiritual, no económico, así que es entendible que no le interese a mucha gente. ¿Qué espera la gente de una relación? Placer. Estar bien. Sentirse bien. Unos mimos. Alguien que me comprenda. Alguien que tenga mis mismos intereses. Que sea linda, divertida, inteligente (se darán cuenta de que ponen esos atributos como quien recita la lista de la compra?) Hasta la inteligencia está desustancializada, porque ha dejado de ser un valor en sí mismo para convertirse en un valor de cambio como todo lo demás, en este caso un valor que revaloriza el objeto mujer (podría ser el objeto hombre, para el caso es lo mismo). ¿Para qué diablos querría tener a alguien inteligente al lado, si no es para aprender algo, para compartir algo desde ese lugar? En verdad, lo que entiende el común de la gente por inteligente es alguien que se las arregla bien para salir bien parado de las situaciones: lo que se valora no es la inteligencia como habilidad analítica y emocional, ni mucho menos como muestra del nivel de profundidad y sensibilidad de una persona, sino simplemente la astucia en la supervivencia. Un vivo, bah. Donde dice inteligente, léase vivo. Pero que no me cague, eh?

Es interesante analizar este clásico triunvirato de cualidades (lindo, inteligente, divertido); nótese la ausencia de referentes morales en la lista. No se habla ya de cosas como la generosidad, la honestidad, la integridad de alguien como valores deseables. Esto devela de forma muy sencilla el objetivo del “comprador” en cuestión: pasarla bien. Pasarla bien, procurarnos un bien agradable de usufructuar, es el objetivo básico de una compra. Para mucha gente, es el objetivo básico de la vida.


Love pills


Ya dije que no me gustaría sonar moralista. Como a cualquier mortal, me encanta el placer. ¿Pero eso tiene que ser a costa de sacrificar todo lo demás? Entonces no va. Justamente, el tema es que nadie lo ve como sacrificio, sino como beneficio. Recién nos rasgamos las vestiduras cuando descubrimos que estamos solos y que no hay media naranja por ningún lado (a lo sumo, medio limón partido en la heladera). Pero no relacionamos una cosa con la otra. ¿Podemos amar si la mayor parte del tiempo estamos pensando en cómo obtener placer y beneficiarnos a nosotros mismos? No y mil veces no. Justamente, porque el amor implica abdicar de nuestro egoísmo como brújula para andar por la vida. El amor y el individualismo no son compatibles. No, no es como en esa publicidad (una cínica desustancialización de los libros de autoayuda), donde el “me amo a mí mismo para poder amar a otros” pasa a ser un “me doy placer a mí mismo todo el tiempo, así atraigo a otro narcisista”. Y salimos los cuatro. Y ya saben cuál es el problema de las relaciones narcisistas: cada uno se quiere tanto a sí mismo, que cualquier demanda del otro que entre en conflicto con ese “amor” es un estorbo.

Amar es saber ceder, y llegado el caso, saber sacrificarse. Eso, por extraño que parezca, produce placer. Un placer que no es egoísta, que proviene de saber que podemos hacerle un bien a otro, que podemos ser responsables de otra persona con tanto cuidado como lo somos de nosotros mismos. Un placer que conmueve. La capacidad de conmoverse, de emocionarse, en un mundo donde digerimos atrocidades cotidianamente a través de nuestra pantalla amiga junto con el café con leche, casi sin pestañear, me parece una cualidad realmente bella.

Vivimos desesperados, igual que las chicas del título. Sólo que bajo una capa de indiferencia, de miedo, de costumbre, que nos impide darnos cuenta. La vida artificiosa del placer parece funcionar para nosotros, ya que seguimos corriendo tras él. La capa se vuelve cada vez más delgada, igual que el hielo de los polos bajo el efecto del calentamiento global. La metáfora no es causal. Estamos al borde del resquebrajamiento como especie, pero el show continúa. Todo parece andar bien. Dentro de poco es probable que el problema del amor deje de preocuparnos, que lo vendan en cápsulas para que deje de ser un problema tan molesto, para resolverlo rápidamente y sin pensar demasiado, como hacemos con todo.

miércoles, enero 10, 2007

Figurita repetida (un post Cosmo...jaja)

Composición. Tema: Las imágenes ideales. Suena a tema de terapia, no? Los ideales...ah, eso que tenía que ver con los padres. En verdad, no sabemos si vienen de ahí, los arrastramos de otra vida o qué, pero lo cierto es que ahí están para complejizar, aún más, el ya de por sí complejo tema de las relaciones.

Pero más que de los ideales como valores abstractos, me gustaría hablar de los ideales como imágenes (que, como todo símbolo, connotan cosas). Parece ser que los que tienen más mambos con este tema, a la hora de relacionarse con el sexo opuesto, son los hombres. Es decir (y aquí viene la hipótesis), los más afectos a condicionarse por las imágenes y sus supuestas connotaciones en su elección de pareja. Vivimos en una cultura hipervisual, y los hombres son (cultural o biológicamente? Alguien sabe?) más visuales que las mujeres. Aquí viene la segunda hipótesis: los hombres se enamoran a primera vista, o no se enamoran (esto, dicho por algunos miembros del sexo opuesto).

Las mujeres, en cambio, solemos volcar la idealización a la relación en sí, más que a la otra persona, y aquí obviamente trascendemos el terreno de lo visual. ¿Qué queremos decir con todo esto? Seguro que a más de una señorita le pasó de empezar a salir con un chico, tener química, gustarse, que el sexo fuera bueno (o muy bueno, o incluso excelente) y todo marchara aparentemente sobre ruedas y de pronto (o paulatinamente) todo terminara sin razón aparente. La respuesta podría ser muy simple: simplemente, ella no correspondería al microchip que él traía en la cabeza acerca de cómo tiene que verse y comportarse su elegida. Por más que después la conociera, le gustara y la pasaran bárbaro juntos, hay algo, desde su punto de vista, que está mal desde el vamos y por desgracia, muchas veces el modificarlo escapa a su poder. De más está decir que la mayoría de los hombres ignoran poseer este microchip...o mejor dicho, no saben bien cómo funciona, qué es exactamente lo que lo hace dispararse.

El tema de la imagen, por supuesto, es de por sí muy delicado para las mujeres. Acostumbradas durante siglos a ser valoradas esencialmente por nuestro aspecto, automáticamente pensamos que no somos lo bastante lindas o lo bastante buenas, con el consiguiente impacto en nuestra autoestima. Pensamos que el problema es que no correspondemos al ideal que nos venden los medios y consumido masivamente (que en estas pampas es por demás cerrado y merecería un análisis aparte). Para paliar estos desagradables sentimientos, comenzamos a culparlo a él y a decir cosas como “otro japonés más”, “los tipos no saben lo que quieren”, “tiene miedo al compromiso” (vamos, chicas...nosotras no?), “lo mordió un caniche de chiquito y en su inconsciente me asocia a mí con el caniche porque tengo rulos”, etc., etc. La buena noticia es que los hombres que adscriben al ideal mediático son los que menos valen la pena, desde mi humilde opinión. Simplemente porque no les da la cabeza para construirse una imagen propia, agarran la que les venden como modo de afianzar su masculinidad (o sea, la relación para ellos es esencialmente una relación de poder) y sin pararse a pensar en las cosas lamentables que eso connota...



Afortunadamente (qué uniforme y aburrido sería el mundo sino), también existen hombres que construyen imágenes ideales que no coinciden con los estereotipos o el ideal de belleza contemporáneo (que no es un valor en sí, sino algo que está sujeto al tiempo y a la subjetividad). Y nosotras, ¿cuántas veces hemos reconocido que un hombre era el más lindo del lugar, pero elegimos a otro que, sin ser Adonis, misteriosamente nos atrae?. Los hombres suelen correr detrás de las imágenes porque la educación y los medios los entrenan para eso...para tener el auto más grande, la chica más linda (sí, obvio que todo esto tiene que ver con el famoso falo y sus “extensiones” imaginarias).

La mala noticia es que todos (corríjanme si me equivoco), todos los hombres, desde el más liberal al más conservador, van con su imagencita de la mujer ideal a cuestas, de manera más o menos inconsciente. En realidad, lo que es inconsciente es el modo en que eso los condiciona a la hora de las relaciones.

El problema, desde la perspectiva femenina, generalmente más preocupada por la relación que por las imágenes mentales, es que eso condena cualquier relación donde la mujer no coincida con esa imagen a un fracaso más o menos previsible. Esto, a no ser que el hombre decida renunciar a casarse con la princesa del cuento que le leía mamá cuando era chico y valorar las cualidades de una mujer real...Pero esa decisión, si se produce, es individual y no obedece a la presión (intentar que alguien cambie es una pérdida de energía que vale más emplear para cambiar uno), sino a la maduración.

El otro problema es que a través de este modelo tradicional estamos perpetuando el rol pasivo de la mujer como la que espera pacientemente ser elegida por el caballero que, o bien cae rendido a sus pies, o bien se queda con ella haciendo tiempo mientras busca a “la verdadera”. Es como la historia de Tristán e Isolda...la doncella que era “parecida” a Isolda logra que el héroe en cuestión le de un poco de bola (pero sólo un poco), y justamente el narrador se encarga de aclarar que eso es solamente porque era parecida...but not “the one”.

Si la mujer aspira a su vez a elegir, a ser sujeto y no sólo objeto del deseo o símbolo de los valores/ ideales de un hombre, está frita con este modelo. ¿Cómo elige una mujer a un hombre para empezar una relación? Dejando de lado las cuestiones de disponibilidad/ factibilidad (que no son menores), la conditio sine quanon como para empezar a evaluar la cosa suele ser: me tiene que gustar físicamente. Que es la misma que tienen los hombres...para las relaciones casuales. Para las relaciones “serias”, sacan directamente la figurita ideal del bolsillo y empiezan a ver si coincide.

Para aclarar un poco la cuestión, tanto a los hombres como a las mujeres nos moviliza la apariencia del otro. Es inevitable: nos gusta o no, nos produce rechazo o atracción. Asimismo, todos somos capaces de describir aproximadamente en palabras las cualidades que nos gustaría que tuviera nuestra hipotética media naranja. El tema es que los hombres (y algunas mujeres también), le suman a todo eso el tema de la imagen ideal, que es exactamente eso, una imagen en términos de apariencia, modo de vestir, gestos, maneras, donde es muy difícil rastrear las asociaciones con cualidades o valores internos y el grado de verosimilitud que tienen con la mujer real que supuestamente la corporiza, sobre todo cuando el hombre aún no la conoce bien. Nótese la diferencia entre sentirse atraído por la imagen de alguien (soy la única que se ha sentido atraída físicamente por hombres que no tenían nada que ver unos con otros en cuanto a su aspecto? Sí, ya sé lo que me van a decir, chicas...sepan que hubo un tiempo feliz en que yo gozaba de un criterio más amplio...jaja) y el pensar, en un nivel inconsciente, que esa imagen representa, o no ,ciertos requisitos/ valores/ símbolos necesarios como para considerar la posibilidad de una relación seria. Es medio bizarro, no? Digo, ahí es cuando las mujeres lanzamos el clásico comentario “cómo puede descartarme o elegirme, si no me conoce?” Y sí...no nos conocen, pero creen conocernos por una imagen que tiene que ver con cosas tan banales como si tenemos el pelo enrulado o no (vamos a decirlo claramente, en este país el pelo rizado es raramente parte de una imagen ideal...las chicas Wellapon NO tienen el pelo rizado), el jean apretado o no. Es así como los hombres sacan rápidas conclusiones de las mujeres que apenas conocen. La sed no es nada...


Algunas aclaraciones. Hay, hasta acá, dos diferencias propuestas entre el modo en que hombres y mujeres eligen potenciales parejas (tanto casuales como serias). En el caso de las relaciones casuales, en lo que los hombres se fijan (una verdad de perogrullo, ya sé), es en el físico, y ahí entra el famoso tema del ideal massmediático teta-cola (perdonen que sea tan explícita, pero es así). Cuando, siquiera inconscientemente (soy mala, eh?), consideran la posibilidad de algo más, sacan la figurita ideal del bolsillo. ¿Y qué solemos hacer las mujeres? Primeramente, no sabemos a ciencia cierta si la relación va a ser esto o lo otro. Lo que sí sabemos, conditio sine qua non para cualquier cosa, es que el otro nos gusta, nos atrae (y eso, ya dije, no tiene que ver con si para el criterio standard es atractivo o no). Después vamos viendo sobre la marcha si la cosa da para esto o para lo otro. Nunca entendí, y sé que no soy la única, cómo hacen los hombres para saber cuándo se van a poner de novios, cuándo se van a casar, como si decidieran el momento adecuado para cerrar un negocio o algo así (bueno, creo que es más que una metáfora, es exactamente eso lo que pasa, el famoso enfoque mercantilista de las relaciones). Como dice una amiga mía, parafraseando a Cortázar: a las Julietas no se las elige. Vivimos en una sociedad que, sin embargo, nos insta a creer exactamente lo contrario. En cuanto a las imágenes ideales y cómo nos afectan a las mujeres, creo que las sufrimos más de lo que las utilizamos...me parece que sólo las pendejitas (de edad o de mente) se dejan llevar por los ideales massmediáticos de hombres consensuadamente deseados, no las mujeres de verdad. Es la razón por la cual podemos enamorarnos de un hombre con pancita, mientras que ellos están condicionados (aunque sea inconscientemente) a tratar de tener a la más linda, ganar más plata, tenerla más grande, etc. Chicos...cuándo se van a dar cuenta de que más no es necesariamente mejor...

Hay además, otro problema (sí, otro más!). Cuando un hombre nos elige de esta manera (ya sea la manera teta-cola o la manera figurita de bolsillo), lógicamente precipitada porque se trata más o menos del tiempo que tarda en sacarnos una foto, qué es lo que está eligiendo en realidad? Nos elige a nosotras, a lo que nosotras consideramos valioso en nosotras mismas (que puede incluír nuestra imagen externa, pero probablemente incluye también más cosas), o elige lo que él considera que representamos y que tal vez a nuestros ojos es irrelevante? A toda mujer le gusta ser valorada como especial, o mejor dicho, por lo que ella percibe de especial en sí misma. Éste, chicos, (por si queda alguno en el blog...jaja, y para que vean que valía la pena tolerar mis maldades), es el gran secreto para conquistar a una mujer, conocido y explotado por los grandes seductores de la historia. Pero bueno, la seducción es capítulo aparte, hay mucho que decir sobre este tema también.

Por ende, y a no ser que el chico en cuestión sea muy perceptivo/ intuitivo, es difícil que nos esté eligiendo, en dos segundos, por lo que a nosotras nos llevó años de “autoconvivencia” descubrir. Tal vez esté descubriendo una parte inexplorada de nosotras mismas, lo que sería interesantísimo. No digo que no sea posible, pero no es el caso más común. Hasta ahora tenemos dos problemillas básicos: a la hora de “candidatearnos” para una relación, a las mujeres nos consideran por nuestra cercanía o lejanía con respecto a una imagen mental. Obviamente hay otros factores, pero lo que se postula acá vendría a ser que la imagen mental ideal es el factor eliminante, a la corta o a la larga. Por otro lado, aún cuando resultemos “elegidas”, puede muy bien ser que se estén confundiendo en cuanto a los motivos, justamente por el modo de hacer esa elección. El conocimiento de otra persona es algo que lleva tiempo y paciencia, algo en escasa sintonía con los valores que propone la sociedad, basados en conseguir lo máximo lo antes posible.

La ventaja (si podemos llamarla así...) que tiene la mujer es que ella puede llegar a enamorarse de un hombre, aún cuando en un principio físicamente no la atraiga demasiado. La clave está en lo que mencionaba antes: cuánto y cómo, en qué medida y con qué constancia, demuestra el hombre que está sinceramente seducido por la mujer que ella es, o más simple, sinceramente enamorado de ella. Es raro, muy raro que a un hombre le suceda lo propio. Los hombres suelen ser insensibles a este tipo de trabajos de orfebrería para seducir a alguien (no digan que no se los avisé...) Eso suele ponerlos en la posición, incómoda para muchos, de “los que son elegidos”, cuando ellos lo que en realidad quieren es tocar el cuerno y salir de cacería, eligiendo cuidadosamente (en dos segundos, bah) a sus presas. Una vez que una mujer atrajo la atención de un hombre por su aspecto físico, hay dos posibilidades: uno, me gustás, vamos a la cama, o dos: quedé absolutamente deslumbrado, sos la mujer de mi vida, vi las lucecitas de colores que siempre les dije a las otras chicas que no veía, etc, etc. Los hombres suelen ser así: blanco o negro, on/off...no hay escala de grises. Perdonen, chicos, mi maldad de hoy: es por una buena causa, créanme. En la cabeza de la mujer, mientras, por lo general pasa algo totalmente distinto. Cuando un hombre la atrae, no hay ningún escenario predeterminado, salvo el de que se cumplió la condición necesaria como para empezar a considerar la cosa (cualquier tipo de cosa, de lo más casual a lo más formal) Puede ser que nos vuelva locas su aspecto, pero a los dos segundos de conversación descubramos que es un salame (convengamos que esto es más rápida y empíricamente demostrable que el verosímil de una imagen mental) y deje de interesarnos...o decidamos irnos con él esa noche, todo puede ser. Las mujeres somos seres emocionales y muchas veces decidimos qué hacer frente a una situación más por nuestra disposición anímica que por los elementos de la situación en sí. Depende de cuán dulces, pragmáticas, lujuriosas, tímidas, racionales o atrevidas nos sintamos ese día...sí, chicos, sobre todo si los acabamos de conocer y no la están remando demasiado. No depende tanto de ustedes...como de nosotras (al menos, en esta instancia). Para una mujer (entiéndase, hablo de una mujer moderna, no de los estereotipos de las telenovelas venezolanas), un hombre que la atrae físicamente es como un múltiple choice: ninguna opción está cerrada de antemano, a no ser que se demuestre lo contrario. La marca que ponemos, de nuestro lado, tiene que ver con cómo se comporta el hombre en cuestión, cómo se desarrollan las cosas y cómo nos sentimos (fundamental esa palabra) nosotras al respecto. Y por cierto que a veces podemos tardar bastante en contestar a, b o c....porque para nosotras, definir lo que queremos con alguien es una cuestión de conocimiento, de tiempo, no de imágenes ideales.

Y acá llegamos al punto donde quería llegar (gracias por la paciencia si leyeron hasta acá!): las mujeres que eligen. Todo el modelo de imagen mental ideal masculina sostiene un paradigma muy vetusto que mantiene a las mujeres en su rol de objetos pasivos, cuya única preocupación deviene, naturalmente, corresponder o no corresponder a esa imagen ideal, que, a falta de otro referente, pasa a ser la que proponen los medios (después se extrañan de que haya tantos casos de bulimia y anorexia, tantas chicas de quince años poniéndose lolas de plástico y otros dislates...) A lo sumo, mientras esperan, pueden prenderle un cirio a la patrona de los imposibles para que aparezca el portador de la imagen mental que, a juicio del caballero, ella representa, y si si el señor en cuestión le resulta poco atractivo, a armarse de paciencia y esperar a que haga su despligue de seducción, a ver si consigue enamorarla....desolador, no?

Cuál es la opción frente a este panorama? No sé, a no ser que tengan vocación de símbolo, o de florero, chicas, a mi modo de ver con animarse a elegir, en vez de esperar ser elegida. Y no transigir en nuestros criterios de selección (de última me parece más entendible un criterio basado en las variables tiempo-conocimiento-emociones-valores, que uno basado en la variable casi excluyente de las imágenes, que, con todo lo que me agrada y me alimenta el mundo de lo visual, me parece un tanto infantil) Dejemos a estos chicos que sigan buscando a su princesa perdida y dediquémonos nosotras a buscar lo que queremos. En mi caso, es un hombre que haya trascendido sus imágenes mentales ideales (y algunas cosillas más...ejem) lo suficiente como para que eso no haga ruido en el desarrollo de una relación. Porque, vieron que buena parte del problema de las relaciones de hoy (y no he visto por ahí ningún librito que le dé bola a esta cuestión) es el mismo de los autos viejos: no arrancan. Difícilmente podremos saber si andar en ese auto está bueno o no...
 
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